Margarita Martínez González

Letrada de la Administración de Justicia. Juzgado de los Social nº 39 de Madrid

 

Me permito abundar en un asunto que en los últimos días nos está llenando de estupor por la extrema gravedad que reviste; tanta, que supone un ataque al mismísimo Estado de Derecho con una artillería sorprendente. Este asunto no es ni más ni menos que el intento por parte de algunos de degradar y hasta eliminar la fe publica judicial, cuyo ejercicio es competencia exclusiva y excluyente del Cuerpo de Letrados de la Administración de Justicia, antes Secretarios Judiciales.

Aunque nosotros tenemos muy claro cuál es su naturaleza y en qué consiste, y se ha repetido reiteradamente estos días en numerosos y excelentes artículos publicados en diferentes medios y en esta misma web, no está de más insistir de nuevo, cual si de una lección académica se tratara, en el concepto y fundamentos de tan básica institución, para recordárselos a quienes parecen desconocerla o pretenden directamente avasallarla.

La fe pública judicial es norma constitucional, englobada en el artículo 24 de la CE cuando impone un proceso con todas las garantías. La naturaleza de la fe pública es imperativa y de ius cogens, es decir, indisponible, de la misma forma que son intocables la jurisdicción de los tribunales, la competencia objetiva o el derecho a acceder a los recursos contra las resoluciones judiciales. No hay agente jurídico, por alto y respetable que sea, que pueda utilizar la fe pública a su antojo, porque se encuentra regulada y reconocida en una norma orgánica imperativa, la LOPJ (arts. 452.1 y 453.1, así como 238.5, básicamente), en normas procesales de aplicación obligada (art. 145 y ss y LEC y concordantes), y no puede estar sometida al principio dispositivo o al acuerdo de las partes, como tampoco se pueden “negociar” la jurisdicción o la competencia de los órganos judiciales. La función garantista de los derechos de los ciudadanos, de la seguridad jurídica -principio fundamental y esencial de un Estado de Derecho- y de control estricto del proceso, no puede suprimirse por el juez o por las partes por mucho mutuo acuerdo que alcancen sobre el particular (en estas palabras me confieso tributaria de las ideas expresadas en modo preciso, certero y jurídicamente impecable por un ilustre compañero, ideas que me han dado pie y base para escribir este texto). Sencillamente, esos acuerdos se deben tener por no puestos, y ninguno de esos posibles “pactos” pueden ni deben vincular a las partes del proceso. Si no les es favorable la resolución podrán perfectamente invocar la nulidad, sin que quepa acusarles de ir contra sus propios actos: el juicio es inexistente, radicalmente nulo por despreciar una norma de derecho imperativo. Lo mismo que si las partes se empeñan en someterse a un tribunal contencioso-administrativo para que resuelva sobre un caso penal, o como si un juez de una jurisdicción resuelve sobre un asunto de otra naturaleza.

No pretendo remontarme al Génesis, pero creo útil recordar que la fe pública judicial nació en nuestra civilización occidental a raíz de la famosa Decretal del Papa Inocencio III, allá por el año 1.216,  debido a la constatada necesidad de funcionarios imparciales, primero en los tribunales canónicos y luego en los ordinarios, que garantizaran la limpieza del proceso frente a juzgadores inicuos y proclives a la falsedad. Me consta que esta historia levanta ampollas, y francamente no alcanzo a entender la razón, porque todos los que hemos estudiado Historia del Derecho,  y sobre todo quienes hemos opositado a Secretarios Judiciales, Fiscales o Jueces nos la sabemos de memoria. Hoy en día la situación no es, evidentemente, como en 1.216, y sin embargo la fe pública judicial se ha consolidado y mantenido en los regímenes constitucionales de nuestro entorno como una garantía de la seguridad jurídica y contra la violación de los derechos de los ciudadanos. Es decir, que tan inútil no será cuando ha sido respetada y utilizada desde la Edad Media hasta ahora con absoluto éxito.

En estos días de movilización histórica del cuerpo de Letrados de la Administración de Justicia, han surgido interpretaciones tendentes a obviar o soslayar la concurrencia de tan esencial instrumento de garantía, e incluso actuaciones que han pretendido manipularlo, violentarlo e incluso eliminarlo. Afortunadamente la mayoría de los operadores jurídicos son concienzudos, honestos y sensatos y respetan la ley. Sin embargo, las notas estridentes y discordantes han sido suficientes como para despertar una verdadera alarma entre los que nos consideramos respetuosos del Estado de Derecho  y orgullosos de contribuir a su defensa y supervivencia. No voy a hacer un análisis exhaustivo de razones y argumentos que han aparecido en escena, sino solamente algunas consideraciones que me parecen interesantes.

En primer lugar no deja de ser significativo que algunos “operadores jurídicos” se hayan planteado conculcar la fe pública justo cuando los Letrados de Administración de Justicia estamos inmersos en un conflicto laboral con el Ministerio de Justicia y ejercemos nuestro constitucional derecho de huelga. Llama la atención que ahora sea perentorio celebrar los juicios con LAJ o sin él cuando si, por ejemplo, ese mismo LAJ está enfermo y no hay un colega que pueda sustituirle, los juicios y vistas se suspenden, porque es palmario que no se pueden celebrar, y nadie se rasga las vestiduras (esta situación es harto infrecuente dado que los LAJ tenemos muy interiorizado que las obligaciones reglamentarias deben cumplirse, entre otras, sustituir a un compañero cuando es preceptivo; pero puede darse algún caso y de hecho se ha dado bastantes veces por simples razones de fuerza mayor).

En segundo lugar, resulta chocante que se pretenda obligar a la autoridad depositaria de la función de garantía y documentación a firmar en diferido un acta que se levantó en una fecha en que se encontraba de huelga, argumentando que se puede firmar en cualquier momento. Usando de nuevo las palabras del admirado compañero al que aludí antes, en un acto de juicio la fe pública, por su propia naturaleza y fundamento, debe conjugarse siempre en presente, nunca en pasado. Por eso, un letrado que no está prestando servicio en su puesto el día en que se celebra ese juicio nunca podrá sancionar con fe pública el acta extendida, sea cual sea su formato (en papel, con bolígrafo, en formato digital o en grabación digital). Porque ampararse en que muchas veces los LAJ no firmamos las actas en el mismo momento de su producción, por meras y pedestres razones prácticas coyunturales, es un argumento extremadamente pobre. La firma de ese documento corresponde exclusivamente al LAJ como establece la LOPJ, y solo él puede dar fe de la fecha, del lugar y del contenido. Si no firmamos ninguna resolución con fecha de los días en que secundamos la huelga no sé por qué debemos firmar actas de juicios de esas mismas fechas… Si yo estoy de permiso o de baja, las actas de los juicios que se celebran en mi juzgado y todas las resoluciones las firma el compañero que me sustituye, y no soy yo quien las firmará si por cualquier circunstancia extraña no lo ha podido hacer; tendrá que ser él quien las valide. No sé por qué, en el caso de la huelga, se debe entender  que va a hacerlo quien no estaba prestando servicio ese día.

Otro argumento chocante es que, una vez otorgada carta de naturaleza por las leyes, tanto orgánicas como ordinarias, a las tecnologías digitales, esa fe pública queda de algún modo desvirtuada o vacía dado que la persona que la encarna no tiene ya que estar físicamente presente en el espacio -sala- destinado a la celebración de juicios y vistas. Tal vez quien así razona preferiría que el trabajo se hiciese con pluma de ganso y tinta de ceniza, sobre vitela, como en tiempos de Inocencio III, convocando a las partes con tres meses de antelación para que pudieran comparecer,  a lomos de mula, ante el tribunal constituido tras leer previamente el pasaje apropiado de las Sagradas Escrituras… En fin, negarse a entender que las mejores tecnologías posibles en cada momento histórico se deben utilizar para facilitar la eficacia de las organizaciones es, cuando menos, pintoresco. Nosotros controlamos lo que se está reseñando, garantizamos la integridad y veracidad de las grabaciones y somos responsables de ellas. Para eso existen los sistemas instrumentales que impiden -o deberían impedir- la firma por quien no ostenta la fe pública. El instrumento debe estar al servicio del garante y no al revés, como parecen pretender determinadas opiniones.

Y finalmente, por no cansar, cabría indagar qué interés o qué intención se agazapa detrás de semejantes despropósitos jurídicos. Porque mucho me temo que no se trata de la responsable y honorable preocupación por el servicio público, por la incomodidad causada a los ciudadanos o por los perjuicios que un retraso acarrea al justiciable. Más bien todo induce a pensar que los motivos son mucho menos loables. Todos hemos conocidos situaciones, por desgracia abrumadoramente frecuentes, en que se piden suspensiones por algunas de las partes procesales solo con el propósito claro de dilatar; acuerdos de suspensión por coincidencia de señalamientos cuando es nítido que esas suspensiones resultarían innecesarias de hecho en la realidad; cambios de señalamientos en masa cuando cambia el titular del órgano  y no le conviene lo que lleva ya meses en la agenda y notificado a los interesados… y nadie se sorprende ni se altera. ¿Por qué con nuestra huelga esto empieza a ser diferente? ¿De verdad alguien se atreve a mantener que la huelga produce dilaciones indebidas, y los otros ejemplos que he enumerado no?. Me gustaría saberlo a ciencia cierta. Lo que sospecho, lo que prácticamente sabemos todos, es que, por conveniencias muy poco defendibles y complejos incomprensibles, se está minando el Estado de Derecho por quienes deberían ser sus máximos defensores. Y así mal vamos.

Es obligado advertir que las acciones y propuestas de la índole que estamos padeciendo estos días provocarán la nulidad de actuaciones con el consiguiente grave perjuicio a los interesados. Pero no solo eso: se corre el riesgo de incurrir en responsabilidades muy serias que al menos merecerían un minuto de reflexión antes de adoptar acuerdos o emitir recomendaciones. Pienso sin ir más lejos en el supuesto de utilizar el nombre o la clave de un letrado en huelga para proceder a grabar los juicios. No es cosa de broma falsear un documento público.

No niego que se podrían articular soluciones mejores que las actuales para garantizar la integridad y veracidad de lo actuado en un proceso, y también para facilitar la labor de documentación. Las técnicas van avanzando, los sistemas evolucionan y las necesidades cambian. Pero lo que no debe cambiar en un Estado de Derecho es el respeto a la ley y la seguridad jurídica. Mientras las Cortes no la modifiquen mediante los instrumentos constitucionalmente admisibles, la ley es la que es y debe ser aplicada y respetada por todos los que tenemos la obligación de guardarla. Si eso falla estamos perdidos.

Pienso que este despropósito es fruto de la irreflexión producida por una efervescencia pasajera, y que la cordura prevalecerá como es lo lógico.

tribuna libre