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La tragicomedia de ser secretario de gobierno
Publicado el 7 junio 2012

1.- Recientemente se ha producido el cese del Secretario de Gobierno del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana, D. Jesús Olarte Madero. El consiguiente revuelo mediático hace extraordinariamente difícil conocer fielmente el por qué de una decisión tan grave: demasiado humo para ocultar la razón de lo sucedido, medias verdades, filtraciones parciales de información sesgadamente tendenciosas, etc. Lo normal en tales casos; se repite con tanta frecuencia que no llama la atención. Al final el humo desaparece y la noticia con él; queda sólo un vago recuerdo que es sustituido de inmediato por el siguiente revuelo.


La explicación (por darle algún nombre) oficial ofrecida es la “falta de confianza”. O sea, que el Ministerio de Justicia ya no confía en el cesado para desempeñar adecuadamente su cargo. Leo en el Diccionario que  “confianza” (De confiar) es la “Esperanza firme que se tiene de alguien o algo”. Me gustaría mucho saber por qué ha desaparecido dicha esperanza. Pero, como es evidente, no estamos ante una justificación, sino ante una mera excusa: lo cesamos porque podemos hacerlo y no hay ninguna obligación, ni legal, ni ética o moral, de dar mayores explicaciones. Éstas quedan sepultadas en los tejemanejes, conspiraciones y movimientos táctico-políticos que han producido el resultado. Y, por supuesto (¿quién nos creemos que somos? ¿acaso ciudadanos y no súbditos de un señor que manifiesta sus deseos al modo de Zeus con sus rayos? ) todo queda cubierto por la discrecionalidad (¿o sería mejor hablar de arbitrariedad?) de la oportunidad política. La congruencia es evidente: si es posible nombrar para un determinado cargo a quien se estime por conveniente sin dar explicaciones, sucederá lo mismo para cesarlo. La Ley así lo establece. Tal es además la regla en toda la Administración General del Estado, en la que cualquier puesto medianamente jugoso queda sujeto a las reglas de la libre designación “normal” o de la encubierta bajo el pomposo nombre de “concurso de méritos”.

Fácil es empezar a argumentar en base a dogmas que conducen a monólogos sucesivos: no se puede constreñir la acción ejecutiva por otras consideraciones que no sean las de la eficacia y agilidad, dejando en libertad de elegir a los más capaces para los puestos más altos en lugar de estar a lo que la naturaleza disponga sobre la salud de los miembros de un cuerpo funcionarial, que es lo que sucede si nos atenemos al escalafón; pero eso conduce (se dice) a la más absoluta arbitrariedad contraria a los principios de mérito y de capacidad, dando un poder sin el contrapeso de la más mínima responsabilidad, pues la misma queda fiada a algo tan, digamos, ritual, como las elecciones: no hay otra responsabilidad por la pésima gestión que la política y la misma tampoco se exige realmente en las elecciones, como afirmaría cualquier sociólogo. Añadamos los más mundanos argumentos del tipo: “tal como llega, se va, ya sabía lo que había”; o “él se lo ha buscado”. ¿Le habrán movido el sillón o no supo mantener las alianzas políticas? ¿Será la víctima de una conspiración o habrá recibido el castigo por ser él el conspirador? ¿Cesado por mantener la dignidad profesional o por haberla perdido?

2.- Tengo que pedir paciencia al lector para acompañarme en un pequeño viaje por el pasado: la historia nunca soluciona los problemas presentes, pero ayuda a comprender adecuadamente su dimensión y origen. Tampoco vamos a remontarnos a tiempos remotos: en el siglo XIX el régimen de alternancia política programada producía el cese inmediato de los funcionarios para colocar a los seguidores propios, que quedaban en situación de hibernación hasta el siguiente cambio de turno. Progresivamente se fue instaurando un verdadero régimen de carrera administrativa cuyo fundamento implícito era el siguiente: la rotación o cambio de los funcionarios se reservaba para el nivel superior mientras que la inmensa mayoría tenía garantizada su inmovilidad personal basada en el pacto tácito de que actuarían en el ejercicio de su cargo con total neutralidad política. El aparato administrativo dejaba fuera de la oficina sus convicciones políticas a cambio de estar a disposición del gobierno, sea cual fuera el mismo.

Pero este sistema cambió, un poco a partir de 1967 y sobre todo en 1984: el gobierno socialista consideró que quien es elegido por el pueblo debe tener todo el poder y no estar limitado por algo tan retrógrado como la maquinaría administrativa. Cierto es que la misma era la que mantenía el funcionamiento normal de la Administración, conocía sus entresijos y tenía los conocimientos necesarios para llevar a efecto las decisiones adoptadas. Pero un ministro no puede soportar que un funcionario de carrera le venga con objeciones legales u operativas para llevar a cabo sus proyectos (tal que un alcalde y un secretario de la administración local de los de antes; ya sabemos cómo están nuestros actuales ayuntamientos por la falta de cualquier brida y dígase lo mismo de cualquier sitio donde se mire). Y además, había que premiar a los fieles: ningún señor feudal que se precie puede ejercer el poder sin recompensar de algún modo a sus vasallos...y había mucho botín para repartir. En consecuencia se llevó a cabo la supresión de hecho de las carreras administrativas mediante el mecanismo del sistema de la provisión de puestos de trabajo (adiós al escalafón y a las oposiciones para el ascenso de categoría); todo ello unido a la concesión a los sindicatos de poder para “vertebrar” a los funcionarios, algo que antes hacía la misma carrera internamente. De ahí el inveterado odio a las oposiciones de verdad, prefiriendo el sistema más maleable de abrir puertas a los funcionarios interinos -que llegan a serlo también gracias a ellos-, todo aderezado con subvenciones – en los últimos tiempos ya sin necesidad de justificar que se empleó el dinero para el fin para el que se concedió-, dinero para (de) formación, etc.

Con el nuevo sistema de provisión de puestos y la total falta de vertebración de la función pública al final se ha producido una escisión de los funcionarios públicos en dos grupos: militantes y simpatizantes del partido que gobierna y que se benefician de los mejores cargos más los que son del partido contrario y sufren la discriminación hasta que les llegue la hora de ajustar cuentas...y los que ni participan de los beneficios ni sufren las marginaciones: su destino es el rincón donde reina la falta de motivación, el aislamiento, el desaprovechamiento y el hacer lo mínimo necesario para no llamar la atención.

3.- Llegamos ahora a la relación de lo anterior con lo secretarios judiciales. En el año 2003 el PP lleva a cabo las modificaciones legales relativas a la implantación de la nueva oficina judicial; los secretarios judiciales, que hasta entonces habían mantenido un sistema bastante tradicional de carrera administrativa, pasan a estar regulados por el sistema de provisión de puestos de trabajo y aparecen los cargos directivos al igual que en la administración general. En ésta hay varias franjas intermedias entre lo político y lo administrativo: los altos cargos (secretarios de estado, subsecretarios, directores generales, etc.), los asesores de confianza (cuyo número se ha incrementando año tras año) y los directivos que sí son funcionarios (subdirectores, jefes de servicios, etc.). Ese es el terreno que conquista el vencedor de unas elecciones o el de una lucha interna en el seno de un gobierno o de un partido; no faltan casos en los que una familia política de un partido vence en una pugna interna y el cambio del ministro supone el cambio de todos los cargos directivos del ministerio de turno. Por supuesto parece que tales equipos personales de un ministro (su corte particular) tienen más utilidades que una navaja suiza: hoy tienen a su cargo las obras públicas, mañana la sanidad, pasado la educación...Evidentemente no hay una cabeza estructural en ninguna administración pública que le dé estabilidad con funcionarios especialmente cualificados que mantengan un servicio independiente de los vaivenes políticos; observemos el Ministerio de Justicia: jamás nada hecho o preparado por un equipo ministerial sirve para el siguiente, aunque sea del mismo partido. ¿Recordamos lo sucedido con la reforma procesal necesaria para la implantación de la NOJ? ¿Y qué decir de los trabajos para la reforma de la planta? Como siempre hay que empezar de cero no resulta extraño que a veces no de tiempo a completar el camino y la legislatura acabe sin los deberes hechos.

Pues bien, aquella reforma, hecha por quien venía del Ministerio de Administraciones Públicas, tenía un claro objetivo (o al menos se intentó vender el producto con dicha etiqueta): reformar de una maldita vez la olvidada y caótica administración judicial, superar la concepción del juzgado como un órgano autosuficiente que no se inserta en estructura alguna, donde la organización (por llamarla así) es puramente personalista y cada cual hace lo que le da la real gana porque para eso es “su” juzgado. Los instrumentos para tal fin eran los secretarios judiciales: se les conferían atribuciones procesales bajo una organización similar a la del ministerio fiscal basada en la jerarquía y con la superior jefatura del Ministerio de Justicia. Consecuentemente como órganos directivos surgen los secretarios de gobierno y los secretarios coordinadores provinciales, mecanismo de transmisión desde el Ministerio hasta cada concreto secretario judicial; y, por supuesto, son cargos de libre designación. El plan era el siguiente: para conseguir la racionalidad en la administración judicial por un lado y evitar que los procesos se sustancien y resuelvan de forma distinta en cada juzgado por otro, se confieren atribuciones procesales a los secretarios (que no pueden alegar el tótem de la independencia en la aplicación de la ley que tantas veces usa la Judicatura para justificar los perjuicios que sufre la más elemental seguridad jurídica) pero bajo la jefatura de los nuevos cargos directivos y del mismo Ministerio, que pueden dictar instrucciones para asegurar la unidad de actuación y de organización.

Caben dos posibilidades: pensar que realmente era esa la finalidad de la reforma o que era un modo de atacar de flanco a la judicatura: el juez arrinconado y el proceso sustanciado y a veces resuelto por un funcionario dependiente del Ejecutivo; también es posible algún tipo de combinación de objetivos. No obstante tengo para mí que quizás la finalidad turbia no existió entonces: para controlar a los jueces ya están las formas de acceso, la promoción profesional y la responsabilidad disciplinaria, que obran efectos mágicos en las manos adecuadas; casi treinta años dan fe de ello.

4.- Volviendo a lo que nos ocupa, el problema fue doble: el sistema de provisión de puestos, procedente del mundo anglosajón y con inspiración en la técnicas empresariales, parece un bálsamo mágico que todo lo cura: nadie en su sano juicio podrá decir que es preferible que el llegar a determinado puesto de importancia se base en el mero escalafón a que se haga eligiendo por sus méritos, capacidad o preparación a quien ha de desempeñarlo. El problema es que los sistemas no existen en ningún mundo ideal, sino en sociedad concretas y determinadas. Si en España se conocen los resultados de las chapuzas efectuadas desde 1984 en la regulación de la función pública, si se ha llegado a una total y absoluta ocupación por los partidos políticos de  los cargos directivos (altos y medios) en toda la administración con la consiguiente desvertebración ¿por qué razón el fenómeno no se iba a repetir con los secretarios judiciales? Las grandes palabras (los mejores puestos para los más capaces) han servido para encubrir las turbias acciones. No hay que ser el más capaz para llegar o mantener un puesto jugoso: hay que tener contactos, relaciones, pertenecer a la familia (natural o política) adecuada; es indiferente el resultado de la gestión, pues el cese no se produce por el mismo sino por razones puramente políticas.

5.- Pero tales defectos se exacerban en el caso de los secretarios judiciales porque la situación de los cargos directivos de los mismos es ciertamente fascinante para la siquiatría. Veamos: son cargos políticos de confianza del Ministerio de Justicia...pero no son elegidos por el mismo. ¿Alguien se imagina un presidente del gobierno que no elige sus ministros? Pues es parecido. Según las normas (arts. 464.3 y 466 LOPJ) si bien los secretarios de gobierno son nombrados y cesados libremente por el Ministerio de Justicia, el nombramiento se realizará a propuesta del órgano competente de las comunidades autónomas cuando éstas tuvieren competencias asumidas en materia de Administración de Justicia, que también podrán proponer su cese. Fácil es advertir que tal “propuesta” se convierte de hecho en un auténtico nombramiento: ¿acaso algún ministro de justicia desatará una lucha política rechazando la propuesta? Todavía más amarrado (si cabe) está el nombramiento del Secretario de Gobierno del Tribunal Supremo y el de la Audiencia Nacional: se requerirá informe favorable de sus respectivas Salas de Gobierno. Y en el caso de los secretarios coordinadores provinciales si bien se nombran por el Ministerio de Justicia por el procedimiento de libre designación, es necesaria la a propuesta del secretario de gobierno de acuerdo con las comunidades autónomas con competencias asumidas. Pese a lo que la lógica dictaría (que lo secretarios coordinadores provinciales sean seleccionados por el secretario de gobierno) resulta aquí que nuevamente son las comunidades autónomas las que en realidad realizan la elección porque el primero no puede realizar propuesta alguna sin el “acuerdo” (dígase conformidad o visto bueno) de la segunda. Lo único que podría hacer para evitar que sea nombrado quien no desea es presionar no realizando la propuesta deseada por la misma, pero fácil es imaginar lo que tal cosa supondría.

Resumen: los cargos directivos de los secretarios judiciales, que legalmente son órganos del Ministerio de Justicia, no son en realidad nombrados por el mismo sino por las comunidades autónomas o por la Judicatura. Y una matización se impone: en realidad a veces no es la comunidad autónoma quien elige al secretario de gobierno sino el presidente del tribunal superior; no hay reglas sobre la materia pues todo depende del principio básico de a política: el poder sólo respeta a otro poder. No han faltado casos en los que un presidente cuya nombramiento fue “facilitado” por la comunidad autónoma recibe a cambio de un “buen clima de colaboración” la posibilidad de pactos o acuerdos incluso en materias que dependen de la segunda. Pero, insisto, no hay reglas, sino tantas formas de actuación como comunidades autónomas.

 6.- ¿A quien deberán lealtad o ante quien deberán mantener la “confianza”? ¿Ante su superior jerárquico ministerial o ante quien de hecho lo ha nombrado? Servir a dos señores no es cosa fácil, ni quizás realmente posible. El sentido común da la respuesta: hay que estar a bien sólo con quien te puede cesar. Hemos asistido así a lo que parece imposible: un cargo político de confianza  pidiendo la dimisión de su superior jerárquico; esto es España y cualquier cosa absurda deviene en real. El esperpento: por la mañana se pide la dimisión de la persona con la que el peticionario se reúne por la tarde como subordinado de “confianza”.

7.- El resultado, previsible, es el fracaso. Primero porque los nombrados no lo son por su capacidad o méritos, sino por tener los contactos adecuados o porque no haya otro candidato medianamente aceptable. La escasa politización de los secretarios judiciales, su bajísima tasa de afiliación a partidos políticos o sindicatos ha servido aquí para que muchas veces no haya sido posible encontrar un “candidato de los míos”, de forma que se ha acabado nombrando al mejor posible. Lo sorprendente es que el porcentaje de manifiestamente inútiles creo que es más bien bajo; quizás es algo más alto el relativo a los puestos en los que no ha sido nombrado el mejor candidato posible: éste queda con la autoridad (poder) sobre los compañeros, aquel con el respeto de los mismos. Y por supuesto no faltan tampoco casos en los que el cargo (teníamos el ejemplo dado por algunos jueces y fiscales) se utiliza como medio para fines más altos labrándose un futuro político o para obtener beneficios personales. Gracias a él se obtienen contactos e influencias que, como el aceite con el hierro oxidado, facilitan el disfrute de los privilegios propios de pertenecer a la casta política: impunidad ante los comportamientos bochornosos, viajes pagados con dinero público, concesiones de dirección de cursos de formación ad hominen o de subvenciones que en realidad son donaciones. Por supuesto que quien concede tales favores espera ser recompensado en su momento, que tarde o temprano llegará. Nihil novum sub sole. Sólo una manifestación concreta de algo generalizado en otros ámbitos.

También asistimos a espectáculos ya vistos antes: el mismo guión con distintos actores. Al igual que sucede en muchas de las asociaciones de jueces o de fiscales también aquí se va preparando el terreno. Ante cualquier hecho que da lugar a posiciones enfrentadas y a luchas PP-PSOE y que no tiene la más mínima relación con las atribuciones o estatuto de un cuerpo de funcionarios, algunas de las asociaciones del mismo emiten comunicados inmediatamente respaldando la posición adoptada por el partido político con el que “simpatizan”. Y cuando alguno de dichos partidos adopta alguna decisión que sí repercute en los secretarios judiciales se considerará acertada o un desastre sin precedentes en función del papel asumido. Son méritos que se pueden alegar en su momento, cuando dicho partido tenga el poder y sea el que reparta los cargos. Es un modo de demostrar fidelidad para que así lleguen las dádivas a sus afiliados de peso de forma que el político que hace la elección no tenga dudas de que ha elegido a “alguien de los míos”. También es práctica habitual la utilización de las asociaciones profesionales como tapadera respetable de las maniobras políticas: no es lo mismo que un ataque contra un ministro o consejero lo haga el partido contrario a que lo haga una asociación en nombre de los secretarios judiciales; es el halcón del cetrero: cuando le quita la caperuza indica el objetivo a atacar, mientras tanto nada ve. Pero donde la naturaleza humana demuestra hasta dónde se puede llegar es cuando un afiliado de importancia de una asociación de secretarios judiciales trata de recabar el apoyo de otra para conseguir un nombramiento criticando amargamente a quien manda en aquella a la que pertenece; de lo que doy fe. En semejante panorama mantener la independencia tiene un precio claro: ninguno de los dos partidos considera de los suyos a los miembros de una asociación que convoca huelgas o pide la dimisión tanto de ministros del PSOE como del PP y que no firma manifiestos respaldando a ninguno de dichos partidos. No es de fiar quien no es previsible; la más perfecta sumisión es que no haya que decirle al vasallo lo que tiene que hacer: nada mejor que anticiparse a la voluntad y los deseos del señor.

8.- Pero lo peor es que lo que se supone que eran cargos directivos creados con una idea precisa (organizar el caos de la administración judicial) han sido fagocitados por el magma de las componendas entre poderes e influencias y por la más menudas y exasperantes minucias burrocrácticas. Poco o nada han podido hacer de aquello que era su fin esencial. Pocas tragicomedias hay más amargas que la de un secretario de gobierno o coordinador provincial que intenta poner orden en la casa de locos que es nuestra administración judicial. Al pronto podría parecer que es sencillo: basta con dictar una instrucción dirigida a sus inferiores y que éstos deberán cumplir. Pero (y dependiendo no ya de cada región, sino de cada ciudad incluso) eso puede llegar a ser imposible o exasperante: raro será que no verse sobre materias en las que algún tipo de colisión pueda existir con el poder autonómico o con los jueces. Real, ficticia, imaginada o alegada. En algunos sitios se necesita el nihil obstat del presidente del tribunal superior de justicia, el de la audiencia provincial o juez decano según los casos, o se arriesga a recibir llamada de atención o recado de aviso; por supuesto necesita la conformidad de la consejería correspondiente y no soliviantar a abogados o procuradores y si finalmente acaba dictándola tendrá que observar impasible la resistencia pasiva a su aplicación por parte de algunos de sus subordinados, que incluso pueden encabezar un movimiento de resistencia activa contra su aplicación. Visto el cúmulo de problemas que ocasiona el cambiar la más absurda de las prácticas, mejor abstenerse de intentarlo. Si hay algún lugar donde el inmovilismo más absoluto, la rutina tan absurda como segura, tiene su reinado e imperio, son nuestros juzgados. Todos los que en ellos trabajan o que con ellos se relacionan consideran cualquier nimia modificación como un ataque intolerable y salen enseguida a relucir los más sagrados principios y las palabras más graves. Y para acabar de disuadir al más valiente, la experiencia enseña que el Ministerio de Justicia (sea del PSOE o del PP) nunca va a plantar cara al C.G.P.J para defender su territorio; prefiere no darse por enterado, unas risas y unas fotos, antes de reaccionar contra el despojo o la invasión. Los ejemplos serían inacabables: ¿quién ha dictado las normas de registro de asuntos? ¿recordamos aquella infamante doble instrucción pactada para suavizar los roces surgidos con la implantación de la NOJ? ¿por qué cada audiencia provincial puede hacer lo que le de la real gana con la inscripción de las notas de condena? ¿y qué decir del último acuerdo donde el Ministerio llega a firmar una cesión al C.G.P.J de sus propias competencias, tras el bochorno de asistir a la regulación de los exhortos telemáticos por el C.G.P.J?

No es de extrañar que después de tantos años nada haya cambiado y que poco hayan podido hacer los cargos directivos de los secretarios judiciales; dejemos ahora el tema de la NOJ, que por sí solo es otra historia en la que ellos han sufrido los cercos más implacables y ahora ya ni tan siquiera esperan ser liberados alguna vez. En los juzgados tradicionales todo sigue igual, sólo que ahora en lugar de los jueces son los secretarios judiciales los que en “su” juzgado hacen cada cual lo que tiene a bien o es posible en función de las circunstancias concretas, porque, por supuesto, no hay dos juzgados iguales. Pocas cosas hay más pavorosas que tener que escuchar a los abogados decir que en cada juzgado la misma cosa la tienen que solicitar de forma diferente y en tramitada o resuelta de forma distinta.

9.- Y ahora, de lo general vayamos a lo particular. Hasta la fecha han sido cesados tres secretarios de gobierno. El primero fue el de Galicia en el año 2006 y (por lo que recuerdo) se debió al cambio de turno de partidos: las elecciones autonómicas las ganó el PSOE y había sido nombrado por el PP. La ironía está en que tanto el nombramiento como el cese los firma el mismo ministro: Sr. López Aguilar. También parece que el cesado se había posicionado en contra del proyecto de oficina judicial del PSOE (defendía el proyecto del PP, bastante incompatible). El Ministerio de Justicia dejó bien claro que pese a que realizaba el nombramiento, tal cosa era una formalidad, de forma que el cese estaba también en manos de la C.A. Difícilmente pudo perder la confianza del mismo, pues nunca la tuvo: en todo caso se trataría de una confianza “mediata” o quizás Groucho fuese capaz de pensar en algo más imaginativo. De todas formas, para tener una idea aproximada del grado de colonización de la Administración Pública por los partidos políticos, nada mejor que contar el número de ceses en el boletín autonómico correspondiente cuando el partido en el poder pierde las elecciones. Hagan la prueba, insisto: es aterrador.

El segundo por el de La Rioja en el año 2007. En este caso el motivo fue el de hacer una crítica pública a la NOJ diseñada por el Ministerio de Justicia. Nadie duda que un cargo político tenga libertad de expresión, pero para criticar la actuación ministerio del que se forma parte primero habría que dimitir y luego decir lo que se piensa. No me imagino al director general de tributos criticando al ministro de hacienda ni a éste no cesándole si lo hace. No obstante hay que destacar que cuando el cargo que realiza la crítica procede de una comunidad autónoma con competencia en materia de administración judicial el cese no se producirá porque la confianza política que hay que mantener no es la de superior administrativo según las normas. Recuerden: estamos en España, donde el sentido común anglosajón huiría despavorido. No ya críticas a proyectos, sino cosas mucho más graves ha tenido que escuchar un Ministro de quien se supone que era su subordinado jerárquico de “confianza”.

10.- El último es el que nos ocupa. Según parece quien cesa ha alabado la exquisita profesionalidad y capacidad de trabajo, así como la honestidad intachable y la inmejorable trayectoria del Sr. Olarte como Secretario de Gobierno, e indica que su cese se ha debido únicamente a “pérdida de confianza” por parte del Ministerio en su persona. Vamos a traducir lo anterior: ya sabemos que el secretario de gobierno en La Mancha o La Rioja sí necesita la confianza del Ministerio, pero en Valencia no. Luego la confianza perdida es la de la C.A. Pero ¿qué ha pasado en realidad? Las informaciones de prensa indican “Justicia destituye al secretario del TSJ porque vetaba el nombramiento de un alto cargo”. Detalla que “Olarte, según explicaron ayer fuentes judiciales, se oponía a que el designado fuera Rafael Lara, que es el presidente del Colegio Nacional de Secretarios Judiciales, el colectivo profesional más conservador. Lara contaba con el respaldo de la Conselleria de Justicia y del Ministerio, y ocupaba el cargo de forma interina desde hace un año”.

Recordemos lo dicho antes: si bien parece lógico que el equipo de trabajo de un secretario de gobierno (los coordinadores provinciales) sea elegido por el mismo, ya sabemos que no es así o puede no ser así. La C.A. tiene el placet y al final, vence. Hay una incongruencia más: sinceramente no acabo de entender la insistencia en ser nombrado secretario coordinador provincial de quien sabe que el secretario de gobierno correspondiente no lo desea en su equipo; no tiene ningún sentido como no sea precisamente para forzar entre ser aceptado o dejar el sitio para ser ocupado por quien lanza el envite. Pero debo decir que ya varias veces he escuchado de secretarios coordinadores que no están dispuestos a dimitir cuando tienen una relación imposible con el secretario de gobierno (su superior) y juegan al órdago de ver si hay valor para cesarlos. No lo entiendo, no tiene sentido que en un grupo de trabajo no se tenga confianza entre sus miembros.  ¿Para qué seguir en él entonces?

Al final los platos rotos los pagan siempre los mismos, los súbditos: la C.A. prefiere evitar problemas sacrificando a quien no puede planteárselos en su misma casa.  El Ministerio de Justicia siempre ha mirado y no visto cuando el nombramiento o el cese dependía de una C.A. y en este caso además, incluso parece que está de consuno con la segunda. Se acercan tiempos difíciles, con una reforma de la LOPJ de por medio en la que es muy posible que vuelva a los jueces la dirección técnica procesal en los juzgados y se confiera a los órganos de gobierno del Poder Judicial algún tipo de control y supervisión (o algo más) sobre la NOJ y conviene tener cubierto el flanco de los secretarios judiciales. Todos los favores en algún momento se devuelven. Pero y lo importante, lo esencial: ¿era o no Jesús Olarte uno de los mejores secretarios de gobierno y será o no sustituido por alguien de su valía o por una nulidad? ¡Ah!, eso ¿a quien le importa?

11.- Si estamos hablando de cargos directivos seleccionados por su especial capacidad y que tienen unos cometidos especialmente importantes, debería suponerse que el cese estaría causado porque la capacidad supuesta como motivo del nombramiento no era real, no se ha demostrado tener o sencillamente no ha habido resultados tangibles fruto de su gestión o hay alguien mejor para el puesto. La “confianza” debería estar referida a los “resultados” (palabra mágica en el mundo empresarial) del ejercicio del cargo. Pero nunca los ceses se producen por tal motivo, el único razonable. Siempre nos enfrentamos con consideraciones políticas, conspiraciones, movimientos tácticos. Lo cual da un mensaje claro: quienes desempeñan los puestos directivos de los secretarios judiciales deben estar atentos no a lo que se supone que deben hacer, sino a ese tipo de cosas. No serán cesados o mantendrán el cargo como resultado de su gestión, pues es algo completamente intrascendente. Hay que ocuparse del teléfono, de si alguien se está situando, de no molestar a quien no debe molestarse, no dar lugar a enfrentamientos siguiendo el ejemplo ministerial, si se llegó al cargo con influencias, parientes, amigos o alianzas, mantenerlas, en otro caso vigilar que no haya alguien que las tenga que lo apetezca. Y si se es secretario de gobierno aceptar que “te nombren” a los coordinadores aunque se sepa que no tienen la valía necesaria o pueden ser sencillamente una nulidad o un estorbo o incluso algo peor. Y en cuanto a los demás secretarios, visto que nada cambia ni puede cambiar, queda la desmotivación, el aislamiento, el orgullo profesional de pese a todo seguir adelante. No tiene tampoco sentido esforzarse mucho por demostrar la valía o capacidad, visto que de nada sirven para la promoción profesional. Por regla general el candidato que será nombrado ya ha sido elegido antes de la publicación del concurso. Quien pierde más en semejante panorama no son en realidad los mismos secretarios judiciales, sino la administración judicial y a quienes sirve: todos. Y por cierto: estos males son los mismos que en cualquier parte de la Administración Pública; imagínense su estado. Añadamos que además ésta los tiene más agravados y padece otros desconocidos en los territorios judiciales.

12.- Por último, un delicioso toque de ironía paradójica que firmaría hasta Oscar Wilde: “Según ha informado el TSJCV en un comunicado, la Sala de Gobierno "agradece y reconoce" la "dedicación, profesionalidad, eficacia y diligencia" de Olarte, así como su "lealtad para con el Tribunal Superior, la Sala de Gobierno y la tarea gubernativa que afecta a todas las oficinas judiciales de la Comunitat Valenciana". Así, "en coherencia" con ese reconocimiento, ha elevado al Ministerio petición para que se conceda al cesado la Cruz de San Raimundo de Peñafort por las "indiscutibles cualidades" de Olarte, así como por su "intachable trayectoria", su "enorme dedicación", la "excelencia de su trabajo," y su "ejemplo de lealtad y eficacia". Desde la Sala, también valoran la "magnífica representación" del Cuerpo Superior Jurídico de Secretarios Judiciales, y por tanto de la Justicia, que ha realizado Jesús Olarte.”

No me digan que no sería digno de figurar en las antologías del disparate que le sea impuesta al cesado una condecoración basada en sus indudables méritos...por quien lo cesa por no tener confianza en él. Se me olvidó: estamos en España; sí, es posible.


Juan Calzado Juliá
Secretario judicial


Referencias


Justicia destituye al secretario del TSJ porque vetaba el nombramiento de un alto cargo


La Sala de Gobierno del TSJCV solicita la concesión a Jesús Olarte de la Cruz de San Raimundo de Peñafort